La bienvenida
Por Nicolás Cartagena
Obtuvo el 4to lugar en el Concurso Literario de Rueda Al Sur, otorgado en abril de 2025.
Fotografía de contexto en la portada: Diego Aravena
La bienvenida
Mañana emprendo rumbo, amanezco en Hornopirén con la sensación de que volveré a estar aquí más temprano que tarde, a respirar y caminar entre la brisa del fiordo y el aroma a leña húmeda. Es mi último día en el pueblo y -paradójicamente- el mejor de todos.
Nos aventuramos en grupo al Lago Cabrera en un viejo furgón, serpenteando entre bosques de un verde impenetrable. Pasamos el día recorriendo senderos, tirándonos chapuzones en aguas heladas y riendo como si el tiempo fuera una anécdota. Al regresar, la tía del galpón donde pernoctamos nos esperaba con sopaipillas recién fritas, como una despedida que calentaba el cuerpo y nutría el alma.
Me levanto temprano y preparo mis cosas. Hoy viajo con el estómago vacío, pero con el corazón repleto. Aunque las ojeras delatan mi cansancio físico y la barba descuidada esconde mis expresiones, debajo de todo ello sonrío. Una sonrisa genuina, la de quien sabe que está exactamente dónde debe estar.
El ferry zarpa bajo una lluvia persistente. Me siento en cubierta, desafiando el frío, viendo cómo las nubes cubren el horizonte con su manto gris. Pero entonces, como un destello divino, la niebla se abre y allí está él, impasible, majestuoso: el volcán Chaitén. Su cumbre nevada parece hablarme, susurrando en el viento que la Patagonia recién está empezando.
Temporada de tormentas
Tras horas de navegación, el ferry encalla en tierra firme. La compuerta se abre y, como un guerrero montando su corcel, me subo a la bicicleta y me escabullo entre la fila de autos, sintiendo la libertad recorrerme la piel. El destino es Chaitén, donde mis compañeros de ruta ya han montado campamento.
Llegué de noche. Con una brisa fresca y las estrellas tímidas, ocultas tras un velo de nubes. Una fogata en medio de las carpas y bicicletas, iluminando los rostros de personas sin ningún apuro por la vida. Me instalé, brindamos y compartimos los esperados tallarines de rigor.
Al día siguiente, los destinos nos separan a todos y el camino me lleva a La Junta, donde hago nuevas amistades. En el camping, una pareja de mochileros me recibe con la calidez de quienes entienden que en la ruta todos somos familia. Más tarde, mientras me bañaba en el río Rosselot, conocí a Diego, un hombre curtido por el viento y la historia de su tierra.
Esa noche, bajo un cielo iluminado con estrellas, Diego nos cuenta de sus relatos que parecen sacados de películas. Nos habla de su abuelo, quien llegó desde Temuco y se adentra en la espesura, reclamando un pedazo de tierra en medio de la nada. Hoy, su familia vive de la ganadería, aferrados a un estilo de vida que pocos entienden y menos aún eligen.
Entre historias, cuenta que le hizo cesárea a unos potrillos de tres patas y también pescó peces de 15 kilos con un tarro. Diego nos muestra sus esculturas talladas a motosierra, trozos de madera que se transforman en arte bajo sus manos. Pero cuando le pregunto por qué no ha formalizado un negocio, su mirada cambia.
— No puedo. Para llegar a mi campo son siete horas a caballo. Con vehículo puedo acercarme un poco, pero después son cuatro horas más caminando. Mis tierras están atrapadas detrás de propiedades ajenas. Nadie quiere perder ni un metro de tierra, nadie deja que pasen vehículos. Tengo una fuente inagotable de recursos, bosques vírgenes, tierras fértiles… pero no los puedo tocar. Es como si viviera en un terreno prestado.
Sus palabras cargan una resignación que se siente en uno. Hace una pausa, como si buscara fuerzas para continuar:
— Los primeros colonos quemaban el bosque para hacer pastizales, y ahora… ahora la CONAF no te deja tocar nada.
— En Santiago queman los cerros pa’ construir edificios. — comenta uno de los mochileros, con una mueca irónica.
— En mi tierra los queman pa’ plantar monocultivos. —agrego yo, sintiendo el peso de la historia sobre nuestros hombros.
Y así, sin darnos cuenta, la noche se convierte en amanecer. Entre sorbos de vino y reflexiones, entendemos que nuestras historias, aunque distintas, están unidas por un mismo hilo. Que el territorio y la identidad están entrelazados en una danza eterna de lucha y resistencia y tradición.
El viaje continúa
El sol tiñe de ámbar la cordillera cuando me despido de La Junta. Mi bicicleta es ahora una extensión de mi cuerpo, y el viento que golpea mi rostro es un recordatorio de que cada pedaleada es una victoria contra el tiempo y la rutina. Sin luchar, hasta donde el clima me lo permita, total, el que anda apurado en la patagonia pierde su tiempo.
Sigo pedaleando hacia lo desconocido, hacia las montañas que se alzan como guardianas del fin del mundo, hacia caminos de ripio que desafían mi resistencia y mi voluntad. Pero, sobre todo, pedaleo para encontrarme, de la forma que se encuentra en la carretera, en el frío, en las noches de fogata, en las historias compartidas con extraños que se vuelven hermanos.
Porque en la Patagonia, el viaje nunca termina. Se queda en la piel, en la memoria y en el alma, como el eco de un viento que jamás deja de soplar.