Bajando Queulat como Kamikaze

Por Valentina Abello

Obtuvo el 3er lugar en el Concurso Literario de Rueda Al Sur, otorgado en abril de 2025.


La oscuridad nos estaba alcanzando y aún quedaba bastante ripio por recorrer. La pendiente parecía no terminar nunca, la preocupación y el dolor aumentaba en cada frenada que hacía crujir el suelo. No podía ir más rápido, tampoco más lento; sólo había que seguir… Las luces de los autos nos iluminaban por breves instantes, pero lo justo para ver el siguiente tramo del camino “¿Qué pensarían de nosotras? ¿Quién en su sano juicio bajaría Queulat en bicicleta de noche?” La respuesta llegó cuando un auto se detuvo y un hombre bajó con cara de incredulidad, y nos dijo:


¡Son unas kamikazes! — mientras nos ponía unas luces frontales en el casco — Se pasaron… ¡unas kamikazes!


En el fondo sabíamos que tenía razón. ¿Cómo habíamos llegado a esto? 


Horas antes, nuestra única preocupación era conocer el sendero del Bosque Encantado en Queulat. El plan sonaba sencillo hasta que, evidenciamos con nuestros ojos cómo una avalancha de árboles había caído y destruido todo a su paso; motivo de un aluvión que dejó inhabilitado tal sendero. El bosque dejó de ser mágico y empezó a convertirse en un lugar adverso (aún recuerdo las risas irónicas de estar arriba de los troncos caídos, esos momentos que piensas: “¿dónde ando hueveando?”). Decidimos seguir avanzando hasta que la lógica —o el miedo— nos hizo entender que tal hazaña aventurera se transformaba en un peligro inminente. 


De regreso, a buscar nuestras bicicletas que dejamos escondidas en la entrada, mi pie quedó atrapado en un agujero entre los troncos, caí con fuerza golpeándome la mano derecha. Nos reímos sin saber lo que significaba; me sacudí la tierra, me sobé la mano y seguimos caminando. Todo daba señales que teníamos que salir de ahí, tomamos las bicicletas para dirigirnos al descenso de la cuesta Quelat hacia Puyuhuapi, sin imaginar lo que nos esperaba…


Cuando por fin terminó la bajada de Queulat, la noche estaba instalada y caía una débil llovizna; había que seguir, ya que detenerse significaba quedar atrapadas en la oscuridad. Intentamos pedir ayuda en una casa y gritamos. 

—¡Alóoo! ¿Podríamos quedarnos en su patio?— pero nos respondieron que no. De forma angustiada continuamos hasta tomar una decisión de dónde quedarnos. El escenario se estaba colocando cada vez más complejo y el dolor de mi mano también, hasta que, entre la espesura, apareció el refugio: del que nos hablaron unos viajeros que conocimos unos días antes en el refugio ciclista de Villa Amengual (de la querida Inés). Ellos recorrían la Carretera Austral en dirección contraria a nosotras (de norte a sur). En aquel momento sonó a una recomendación interesante; luego se transformó en nuestra única salvación para la eterna noche bajando Queulat, que —sin saber— mi mano sufría una fractura completa del 5to metacarpiano.


Al encontrar de forma sorprendente el refugio, no nos atrevimos a entrar de inmediato. En la soledad del bosque, cualquier precaución es poca. Acampamos a la entrada, esperando que la noche pasara rápido. 


Al día siguiente, con la luz del día y más confianza en el cuerpo, exploramos refugio que consistía en diferentes espacios. Encontramos camas con abrigo, baño, gas de cocinilla, un comedor… Pero lo más curioso fue un libro que relataba su historia: un refugio sin anfitrión, pero disponible para todos los viajeros.


A pesar del dolor de mi mano, disfrutamos del momento. Mi tocaya se columpió y conversamos todo lo que habíamos vivido y las emociones que vivimos. Nos sentimos afortunadas. Habíamos vencido el miedo y, de alguna manera, el bosque nos estaba premiando por ello. De repente, como una serendipia, una carpintera negra apareció frente a nosotras y comenzó a picotear un tronco muerto. Nos quedamos en silencio, observándola con el pecho lleno de emoción. Según el libro, el ave visitaba el refugio con frecuencia, era —en cierto modo— una guardiana. Su presencia nos confirmó algo que ya sentíamos en nuestro interior: el bosque nos había acogido.


Nos despedimos del bosque, aplicamos dos ibuprofenos en el cuerpo, y seguimos pedaleando a nuestro destino original. Pedaleamos con la certeza que lo peor ya había pasado. Al llegar a Puyuhuapi, buscamos un sitio para descansar y encontramos el camping La Sirena. Al entrar, escuchamos una conversación cercana:


—Dicen que anoche unas kamikazes bajaron Queulat en bicicleta…

Nos miramos de inmediato. ¡Hablaban de nosotras!